El misterio de las tumbas excavadas en la roca

La Alta Edad Media supone un extenso periodo importante de tránsito entre el Imperio Romano y las sociedades feudales europeas. Aunque la historiografía clásica calificaba estos siglos entre el VI y el XI d.C como un periodo oscuro, en ellos se fueron desarrollando nuevas estructuras sociales, culturales, ideológicas, económicas y políticas que dominarían el horizonte europeo a partir del año 1000. Las sociedades campesinas desarrollaron estrategias propias en el interior peninsular, ajenas a los grandes movimientos políticos de las distintas élites que fueron dominando las estructuras. De ellas conocemos poco, apenas algunos estudios arqueológicos sobre los restos materiales, en muchos casos descontextualizados, de entre los que destacan las misteriosas tumbas excavadas en roca. 

Tiempo de lectura: 8 minutos

Los escasos medios volcados para el estudio arqueológico de las comunidades campesinas altomedievales suponen una dificultad añadida al desconocimiento que sobre ellas se tiene. Si los siglos que transcurren entre la desintegración de las estructuras imperiales y el año 1000 están repletos de inmensas lagunas aún por estudiar y descubrir, las comunidades campesinas, sus modos de vida, su visión del mundo, suponen todo un oscuro misterio. 

Las tumbas excavadas en la roca, registro material del universo funerario campesino altomedieval, se encuentran dispersas por el interior peninsular desde Cataluña hasta Andalucía,de Galicia al Algarve,  tan abundantes como incomprensibles, de las que se desconoce casi todo lo que se movía en torno a ellas. Algunas han sido estudiadas por la arqueología, aunque la mayoría permanecen inertes, ajenas al paso del tiempo, formando parte de los diversos paisajes de la profundidad de la Península Ibérica, de esos enormes espacios que hoy permanecen vacíos de gentes pero colmados de respuestas para la ciencia histórica. 

Las comunidades aldeanas de interior tuvieron la necesidad de construir estrategias de supervivencia y consolidación de sus lugares. Cuando el Imperio de Roma se desintegra a finales del siglo V, el espacio político lo ocupan los diversos pueblos germanos, en el caso de la Península, fueron Alanos, Suevos, vándalos y visigodos los que finalmente se consolidaron como poderes en las distintas áreas peninsulares a lo largo del siglo VI, instaurando reinos. Las comunidades campesinas de interior, ajenas a los grandes movimientos políticos más centrados en el mundo urbano, habrían recibido nuevos pobladores provenientes de aquel espacio, pobladores que buscaban viabilidad y supervivencia en espacios rurales interiores, un mosaico de pequeños mundos campesinos mejor adaptados a la quiebra de los grandes centros políticos urbanos y las redes comerciales de largo alcance. 

Desde que el profesor Alberto del Castillo atendió a este fenómeno en diversos trabajos en la década de los años sesenta del siglo pasado, algunos otros posteriores han enmendado cronologías, han intentado clasificar tipológicamente o elaborar alguna teoría acerca de los motivos de enterrar de esta peculiar manera, aunque con grandes dificultades para alcanzar conclusiones sólidas. La dispersión por terrenos sin restos de poblamientos asociados incrementa la sensación de misterio, se descubren tumbas diseminadas de forma descontextualizada, sin haber localizado poblados a los que se las pueda asociar, lo que las convierte en un peculiar e incógnito elemento de la cultura material de la Alta Edad Media.

Las investigaciones que llevaron a cabo en los años noventa la arqueóloga Mónica Rodríguez Lovelle y Jorge López Quiroga en zonas de interior de Galicia, abrieron nuevos horizontes interpretativos, en los que se ampliaba el horizonte cronológico de estas tumbas al siglo VI y se asociaban a desplazamientos de poblaciones de núcleos urbanos posromanos en decadencia, a estas zonas marginales montañosas entre el Duero y el Miño, configurando comunidades campesinas que fueron cohesionándose en torno a elementos religiosos, y cuyos poblamientos habrían tenido continuidad al menos hasta los siglos X – XI, a través de su vinculación con centros de culto. Estas comunidades campesinas habrían usado el enterramiento de personajes de prestigio ancestrales, para reclamar territorios del entorno. De esta manera la visualización de tumbas en el entorno paisajístico alertaría de la existencia de pobladores, y estas además servirían para dotar de un relato ancestral a los más jóvenes y nuevos miembros de la comunidad que los vinculara con el territorio, la familia y el conjunto de habitantes del lugar.

Por amplias zonas de la Península podemos encontrar enterramientos que forman pequeños núcleos de una a cinco tumbas, otros pequeñas necrópolis de hasta diez tumbas sin un orden aparente, agrupadas en pequeños núcleos o individuales dispersas por terrenos más extensos, y por últimos necrópolis de tumbas agrupadas o alineadas, como la que encontramos en el yacimiento de Cuyacabras, en la provincia de Burgos, que consta de 180 tumbas alineadas sin un orden preciso, que respondería a elecciones familiares del lugar. Estas últimas son las menos abundantes, aunque gozan de especial interés, porque requerían una planificación y diseño previo al fallecimiento del individuo. 

Las sepulturas se constituirían como las pirámides de los campesinos altomedievales del interior de la Península, auténticos monumentos, trabajados como elemento funerario que desempeñaría funciones sociales. Su talla en piedra habría implicado ciertas dosis de especialización, en contraste con la pobreza de los elementos materiales asociados a estos grupos campesinos, centrando los aspectos sepulcrales en la propia construcción, pues no se han hallado ajuares asociados a los enterramientos. 

Por tanto el contexto social que se baraja en torno a esta misteriosa manera de enterrar a los muertos durante los primeros estadios altomedievales, serían unas comunidades campesinas que se desplazan a zonas marginales de interior, tras el colapso y desintegración de Roma, en parte provenientes de centros de poder urbanos tardorromanos decadentes. A partir del siglo VI y hasta el siglo X y XI consolidan asentamientos de interior, que sin embargo no aparecen asociados a estas tumbas excavadas en roca. La ausencia de centros eclesiásticos que pudieran relacionarse con estos enterramientos confirma que el control de los espacios funerarios estaba en manos de familias y comunidades en los ámbitos interiores campesinos, un patrón que se repite en estos estadios previos a la formación posterior de los cementerios parroquiales.

Con muchas dificultades y escasos medios, las investigaciones van descubriendo lentamente los aspectos sociales, económicos e ideológicos que giraban en torno a estas tumbas excavadas en roca, tan integradas en los paisajes de interior peninsular, que fácilmente pueden pasar desapercibidas. 

El conocimiento de la historia requiere incentivar las intervenciones arqueológicas en torno a los restos materiales de aquellos grupos sociales mayoritarios, que no tuvieron acceso al relato, en manos de la élite cultural, política y económica del momento. Su legado material, aunque pobre en apariencia, suponen valiosos documentos para completar el conocimiento de estos estadios altomedievales. Sin conocer en profundidad las sociedades campesinas posromanas de interior, no llegaremos a comprender la capacidad de adaptación ante nuevas circunstancias de aquellas comunidades, que decidieron configurar modos de vida con innovadoras estrategias sociales, que les garantizaran la supervivencia al margen de los centros de poder y de sus ocupantes. Una lección para las generaciones venideras, que dejaron escrita en estas misteriosas formas de enterrar a sus parientes. 

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