Los siglos XIX e inicios del XX, evidencian un florecimiento sin precedentes de la atracción por lo mágico y la ilusión. Los nuevos avances en materia óptica y el desarrollo de la incipiente ciencia de la imagen, ofrecerán una vía de escape imbuída de fantasía, misterio y emoción a una sociedad que se tambalea inestable en la cuerda funambulista del avance social, cultural y tecnológico
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Durante el siglo XIX y principios del XX, la situación mundial se caracteriza por un convulso panorama internacional. El periodo de transición intersiglos, empapado de inestabilidad política, cambios económicos y movimientos obreros, va llevar consigo una evolución de paradigmas y valores intelectuales que van a tener su reflejo tanto en el mundo de las artes, como en el día a día popular.
El miedo ante la incertidumbre, la tentación de conocer el futuro, el aburrimiento de la burguesía y las clases altas… pero quizá sobretodo, el deseo subyacente de una rebelión contra la rígida moralidad imperante en la época -que canalizará las pasiones a través de una vía de escape alternativa a la sexualidad-generaron un nuevo despuntar de la atracción por lo mágico. Era ya no obstante, un terreno previamente abonado por el florecimiento de las numerosas sociedades ocultistas que proliferaron a finales del siglo XVIII y en pleno siglo XIX, y el regusto por las historias de fantasmas heredado del legado victoriano.
El espiritismo y las sesiones mediúmnicas vivirán un momento de esplendor, y los Cabarets du Neánt, haciendo honor a El gusto de la Nada de Baudelaire, surgen como una opción de diversión para los espíritus más osados. En todos ellos el ilusionismo jugó un papel fundamental, y las fronteras entre las pretendidas experiencias paranormales y la magia del espectáculo, se desdibujaban con habitual frecuencia. Se buscaba ante todo «ilusionar» al ojo.
La óptica se había erigido mucho tiempo atrás como uno de los instrumentos con más posibilidades en la creación de espectáculos de entretenimiento, a base del empleo de sencillas combinaciones de humo, espejos y cuidada ambientación.
Athanasius Kircher, a quien se consideró durante mucho tiempo el inventor de la linterna mágica, había experimentado ya en el siglo XVII con las posibilidades del manejo de lentes para proyectar imágenes ampliadas sobre una pantalla. Con ello, el monje ponía de manifiesto como el ojo humano podía ser engañado. La imagen no real, inducida, podía (y puede hoy en día, basta echar un vistazo a las imágenes filtradas o “photoshopeadas” que nos inundan) seducirnos, corrompernos, asustarnos… lo que evidencia un importante trasfondo neoplatónico en la obra del jesuita.
Existe no obstante un poso didáctico en su experimentación: el de reconducir a las almas extraviadas de nuevo al redil a través de la proyección de escenas macabras, lo que no dejaba de ser una versión tecnologizada de los moralizadores espacios artísticos medievales.
Mucho tiempo después Étienne-Gaspard Robertson, un eminente estudioso belga, empleó sus conocimientos sobre óptica y física para aterrorizar al público con representaciones fantasmagóricas. Robertson se instaló en la Cripta de los Capuchinos de París a finales del siglo XVIII, donde aprovechaba las condiciones de humedad, de falta de iluminación y el hedor penetrante del lugar para crear toda una escenografía muy acorde a la estética gótica del momento.
Empleando una linterna mágica montada sobre un pie con ruedas – lo que le permitía ir aumentando y disminuyendo las imágenes- iba proyectándolas capa a capa sobre una pantalla de muselina o la cortina de humo de un brasero. De ese modo, esqueletos jugando con sus propios cráneos, momias y demonios del Averno bailaban ingrávidos en las paredes de la cripta provocando el terror de los espectadores.
Siglos más tarde, la técnica de Robertson sería la base fundacional de espectáculos mucho más modernos, como la Haunted House de Disneyworld, creada en los años 70.
De la mano de las fantasmagorías aparecerá también la espectrofotografía o retrato fantasmagórico, explotado por fotógrafos sin demasiados escrúpulos a partir de las imágenes estereoscópicas y doble exposición. Así el concepto de lo fantasmagórico comienza a adquirir una dimensión tecnológica a medida que va evolucionando la ciencia de la imagen. Si bien la figura del espectro tenía ya un amplio recorrido en el acervo popular y era asumida como algo cotidiano, la industrialización, la mentalidad científica incipiente y la Ilustración habían ido poco a poco apartándola al terreno de la superstición, relegándola de nuevo a la condición de engaño.
Schopenhauer en su ensayo sobre las visiones de fantasmas y espíritus, deshechará su existencia partiendo de la premisa de que “La aparición de un fantasma no es más que una visión en el cerebro del visionario”. Desde la perspectiva idealista del filósofo, la visión del fantasma sería el resultado de un sueño, aunque éste se produzca en un estado de relativa vigilia. Y es precisamente lo que ocurre durante la fantasmagoría: va a producir un cambio de percepción que conducirá a la internalización del fantasma. La aparición ya no es algo ajeno sino un fenómeno interno, una alucinación interior.
Estas ideas conducirán posteriormente al concepto de fantasma freudiano como profundidad manifestada externamente, y a la idea del doble espectral, el Das Unheimlich.
En todo ello, el concepto de sombra será fundamental para el desarrollo de las representaciones fantasmagóricas, como también lo será en el del cine expresionista alemán. Estas, derivadas en cierto modo de las sombras chinescas ya estaban impregnadas en el antiguo Oriente de la creencia en que la sombra era el alma viviente del ser humano. El mundo de la proyección muestra aquello que está escondido, lo que no se quiere, o no se sabe mostrar de otra forma.
Los espectáculos de fantasmagorías acabarán por convertirse en lo que Walter Benjamin denominó espacios de ensoñación colectiva: realidades alternativas, escapistas y sensoriales que narcotizaban la cotidianeidad de una sociedad sumida en la incertidumbre constante del cambio y en el miedo al imparable avance tecnológico que se daría en las décadas posteriores.
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